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lunes, 8 de junio de 2020

Balada de naranja y uva – Muriel Rukeyser



Después de terminar tu trabajo
después de que te hiciste el día
después de haber leído tus lecturas
y escrito tu opinión--
vas hasta el puesto de panchos
de la otra cuadra, cruzando,
en una tarde abrasadora de East Harlem, siglo XX.

Casi todas las ventanas están tapiadas,
las ratas salen corriendo de una bolsa
del garage miserable asoma
un Cadillac largo y lustrado;
en la puerta del centro de adicciones
hay un hombre que quisiera romperte la espalda.
Pero también una mujer morena con una nenita de rosado y rosa.

Salchichas salchichas crepitan en el asador
donde el panchero se inclina--
en la barra no hay nada más
que las dos máquinas de siempre:
la de uva, vacía. Y la de naranja, vacía.
Yo, enfrente, entre las dos.
Pasa un negrito, mira los panchos y sigue caminando.

Miro al hombre mientras se para y vuelca
en esa forma familiar
violeta intenso en la que dice NARANJA
anaranjado en la que dice UVA,

el jugo de uva en la máquina que dice NARANJA
y el de naranja en la que dice UVA.
Una sola palabra grande y clara, inconfundible,
en cada máquina.

Le pregunto: ¿cómo vamos a seguir leyendo
y encontrándole sentido a lo que leemos?--
¿Cómo pueden escribir ellos, los chicos de enfrente,
y creer en lo que escriben
si ud. sigue poniendo uva donde dice NARANJA
y naranja donde dice UVA?
(¿Cómo vamos a creer en lo que leemos y escribimos y escuchamos y decimos y
hacemos?)

Él mira las dos máquinas y sonríe
se encoge de hombros y sonríe, y sigue cargándolas.
Podría tratarse de violencia y no-violencia
podrían ser blanco y negro, hombres y mujeres
podría ser la guerra y la paz o cualquier
sistema binario, amor y odio, amigo y enemigo.
Sí y no, ser y no-ser, lo que hacemos y lo que no hacemos.

Es una esquina de East Harlem,
un basural, lecturas, una sonrisa enorme, violación,
olvido una calle que hierve de crímenes,
miseria y esperanza marchita,
un hombre sigue poniendo uva donde dice NARANJA
y naranja donde dice UVA,
poniendo naranja en UVA y uva en NARANJA para siempre.

Traducción de Sandra Toro


miércoles, 3 de junio de 2020

En esos bares mi papá fue testigo de mi crecimiento – Verónica Yattah



En esos bares mi papá fue testigo de mi crecimiento
como yo de su declive.
Únicamente en esos bares mi papá pudo haber arrimado
una silla alta para una nena de dos años.
Si alguna vez me alimentó dibujando el trazo
de un avión imaginario,
pudo haber sido ahí.
Durante años nos pasó a buscar
a mi hermano y a mí
un sábado por estación,
incluso en invierno
para hacer un recorrido al que llamábamos “los puentes”,
y consistía en caminar de Palermo a Belgrano
y terminar comiendo en una pizzería de avenida Cabildo.
Ya escribí un poema sobre eso
pero hay algo que ese poema no alcanzó a decir.
Los poemas se parecen más a una puerta entornada
y quiero seguir mirando eso que apenas muestran.
La primera vez que vi el amanecer
fue agarrada a la mano de él.
Era primero de enero y volvíamos a las seis.
Mi papá nunca tuvo casa pero sí bares,
y su gusto varía tanto como su ánimo:
va de bares deprimentes a bares hermosos.
Si alguien me preguntara cuál es su bar favorito
no podría decirlo. Y menos entender
que durante años haya preferido restaurantes
con servilletas de tela blanca y fuentes ovaladas
donde pedíamos ravioles para compartir,
y hoy se conforme con cadenas rápidas
en las que puede pasarse horas anotando cosas
en servilletas de papel.
Cuando mi papá y yo entramos a un bar
no estamos entrando a un bar
sino al pasillo, al cuarto, a la cocina de nuestra casa.
Con mi mamá es fácil hablar porque las charlas
se superponen a otros quehaceres:
ella cortando cebolla para una ensalada
o zurciendo el ruedo de algún pantalón.
Con mi papá las palabras pesan
porque son las que nos arman la escena.
En un restaurante de Colegiales
le dije pa, te tengo que decir algo.
En un bar de Aráoz y Juncal me dijo Veri,
tengo algo para decirte.
En decenas de bares diseminados me ayudó a estudiar
para aprobar exámenes mientras él
buscaba trabajo en los clasificados del diario.
La primera vez que vi a una mujer desnuda fue en un bar:
tenía los breteles caídos, estaba borracha y sentada
en el inodoro con la puerta abierta.
Cuando volví a la mesa dije acabo de ver algo raro,

pero más que raro era fascinante.
En otro bar me dijo escuchá, Cesária Evora,
y se puso a tararear.
Yo no sé si a Cesária la escucharía tanto de no ser
porque veo, al escucharla,
el sol que entraba esa tarde por la ventana de ese bar.
El rato que tuvimos de música y silencio.