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lunes, 12 de febrero de 2018

Texto salvaje extraído del poemario "Flor de lis" de Marosa di Giorgio


Una carroza fúnebre vino a dar a casa. Había visto sus símiles pasar algún día por el callejón. Negras con plumeros negros si la víctima era adulta; blanca con plumeros blancos si era alguien menor de veinte años. O era una mujer soltera. Los caballos, cuatro, eran siempre del mismo color de la carroza.

Ésta era negra (la que vino a mi casa) y desvencijada; le faltaban dientes, piezas. Mi padre aceptó el regalo, distraídamente. 
A su vista yo enfermé. Un escalofrío me recorría; una prematura menstruación se me caía como lágrimas. Vino un niño desconocido, al aroma de la sangre, y dijo que quería violarme ahí adentro de la carroza. Que sería divino. Por suerte, enseguida, el niño desapareció. 
Al influjo de ese carruaje nacieron mariposas grises, desde la basura, muy anchas, anchísimas, parecían sábanas, y no se podían levantar del suelo. Un arbolito perdió las hojas. Y se colmó de pajaritos, grises, quietos, todos iguales. 
De noche, la carroza me hablaba. Con voz ronca, gruesa, de hombre, de macho, a la que se mezcla una voz femenina, algo vibrante. Informaban cosas del trasmundo y de los casamientos. Porque la carroza parecía una pareja. Copulaba a solas, consigo.
Yo me sentaba violentamente en el lecho, oía y me tapaba los oídos. No contaba nada a nadie. La carroza me hablaba. Como único recurso abracé a un árbol. El del clavel del aire. Miraba las matas leves que succionaban el tronco; las flores, un zafiro y un rubí, un rubí y un zafiro, esos clavelines, angelitos.
Aquel niño desconocido, reapareció; y desde el cañaveral, me llamaba sin pausa. Mostraba el pene erguido y ya muy desarrollado, como si no fuera de él, lo hubiese pedido prestado. Hacía señas astutas.
Yo cerraba los ojos. Mi menuda ostra parpadeaba, quería ir, se empollaba, se arrepollaba. Empezó a imaginarse tantas cosas. Sin tocarnos, muy lejos una del otro, tuve con el niño un violento amor. Grité cuando, desde muy lejos, me desvirgó. Yo era aún pequeña, casi sin tetas. Creí había quedado encinta. Algo cayó de mis tetitas. Parí algo.
Entonces, empezó la cosecha de sandías. Y todas las fuerzas fueron para ahí. Esos frutos como huevos de ave-roc. Costra oscura, y la yema gigante, rosada, constelada, en un ardiente rosa claro-oscuro.
Mi padre hizo cargar la carroza con sandías.
Carro fúnebre cargado de sandías. Y se dispuso a la venta y a la reventa.
Y subió al carro, erguido; gallardamente, tomó las bridas. No había caballos. Pero él manejaba igual. Y la carroza trotaba igual. E iban a todos lados.


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