La abuela está a punto de morir y yo no hago más que bailar. Bailo sobre el tejado de donde penden en hilos negros cada una de mis extremidades. Bailo acarreada por una fuerza que tira desde mi ombligo hasta mi pelvis. El cuerpo ya no es mío, ha pasado a formar parte de las constelaciones bajo los párpados de la madre de todo lo viril. Bailo, los labios se desprenden de mí, mis ojos se vuelven libélulas, mi cabello una enorme medusa roja. Dejo de ser yo, me convierto en una bestia emergiendo desde la mesa de mi casa; que es el centro del mundo, que es también el centro de la muerte. La abuela no reconoce a nadie y yo no hago más que bailar. Bailo bajo los soles que se dibujaron en las sábanas de su cama, bailo con las hebras de pelo que se le han ido cayendo con el solo movimiento circular del viento. Bailo mientras sostengo entre las piernas a la piedra pómez que poseo por corazón. El amor es un cuervo con patas rotas, tatuado al costado izquierdo de mi espalda. El amor no ha hecho más que llenarme de miedo, por eso lo dreno lento y con él todo aquello que debió amarme pero no hizo más que esparcir los restos de mí y lanzarse por la ventana, por eso amor mío, esta noche yo no hago más que bailar.
Texto: Yuliana Ortiz Ruano.
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